EL ABUELO TENÍA RAZÓN
 
A la sombra feliz del cerezo la siesta cubría de bondad su cuerpo grande y las abejas huían de él como si el verano no poseyera más sentidos, ni más rincones olvidados la memoria. O se posaban mansamente sobre sus manos ya vencidas, al igual que el tiempo, es decir, esa pátina descolorida y atroz a la que llamamos tiempo sin querer, sin precisar su descalabro. Dormido junto a las fresas que alguien le robaba, metódicamente, cada día, aún le guarda la boina que de niño le dio para mejor asirse al sueño de sus cabellos blancos, de hombre que regresa muy cansado al origen y se ve desnudo, con sangre antigua cortada en las muñecas.
Pero el niño vendría muchísimo después de aquello. Y volvían a casa con puñados de cerezas para decirles que el coche, el único de entonces, se había llevado por delante a Sol, el perro de caza de su padre. O jamás lo dijeron. Volvían de una edad incruenta y cerca de ellos el deber los reclamaba a gritos. Serás boticario, le asegura desde su torpeza, cortándole el pelo que sobraba o leyendo del periódico para él noticias de un país enorme donde vivió con ansiedad de funesto y agredido: Argentina.
Juntos confiaban en pertenecer a alguien que reparara la vida sin ningún entusiasmo. Y por la tarde el pequeño supo de la frialdad de un rostro que amó y se perdió en la noche. Sobre la cama, al igual que en las siestas, un anciano, con certeza, contaba las veces que el niño de manos muy sucias ensangrentaba sus rodillas... Miguel era un buen hombre.

 

De CASICUENTOS PARA ACARICIAR A UN NIÑO QUE BOSTEZA 2010


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